Malala Yousafzai casi perdió la vida por querer ir a la escuela. Ella nació en el valle de Swat, en Pakistán, una región de extraordinaria belleza, codiciada en el pasado por conquistadores como Gengis Kan y Alejandro Magno y protegida por los bravos guerreros pastunes, los pueblos de las montañas. Fue habitada por reyes y reinas, príncipes y princesas, como en los cuentos de hadas. Malala creció entre los pasillos de la escuela de su padre, Ziauddin Yousafzai, y era una de las primeras alumnas de la clase. Cuando tenía diez años vio cómo su ciudad quedaba bajo el control de un grupo extremista, los talibanes. Armados, vigilaban el valle noche y día, e impusieron muchas reglas. Prohibieron la música y el baile, expulsaron a las mujeres de las calles y determinaron que solo los niños podrían estudiar. Pero a Malala le habían enseñado desde que era pequeña a defender aquello en lo que creía y luchó por el derecho de continuar estudiando. Ella hizo de las palabras su arma. El 9 de octubre de 2012, mientras regresaba en autobús de la escuela, fue víctima de un atentado en el que le dispararon. Pocos creyeron que sobreviviría.